Crítica de Gemini, de Orlando Mora Cabrera
El ser humano padece, como especie, del síndrome de la dualidad, aunque en un grupo más reducido alcance dimensiones patológicas extremas y múltiples, revelando como un lente de gran aumento los dobleces del alma. Pero todas las personas tienen una naturaleza dual que acuna las mitades antípodas, en colisión y competencia perenne por prevalecer una sobre otra. De esta brega emana la personalidad, con sus luces y tinieblas, sus bonanzas y borrascas, mixturadas en la esencia contradictoria de la especie.
William Wilson y su misterioso doppelgänger que protagonizan el cuento de Poe; el Dr. Jekyll y su versión maligna Mr. Hyde que ideó Stevenson para su novela; Dorian Gray y su retrato inicuo pensado por Wilde; las dos mitades autónomas del sajado vizconde Medardo de Terralba sobre las que escribió Calvino en su otra novela; el estudiante Balduin y el mefistofélico Scalpinelli que roba su reflejo en la película El estudiante de Praga (Stellan Rye, 1913); han buscado explorar de manera simbólica tales dualidades enfrentadas en la liza que resulta cada individuo. Duelo cuyo premio es definir el destino del ser.
Para muchos, los gemelos idénticos pueden ser tan inquietantes como la dualidad de las personalidades, pues resultarían expresión simbólica, y a la vez muy palpable, de esta. Es la manera más usual en que el cine los ha asumido, con títulos como Tras el espejo (The Dark Mirror, 1946), Hermanas (Sisters, Brian de Palma, 1972), El otro (The Other, Robert Mullingan, 1972), Basket Case (Frank Henenlotter, 1982), Dead Ringers (David Cronenberg, 1988) o Buenas noches, mamá (Ich seh, Ich seh, Severin Fiala & Veronik Franz, 2014), en los que un hermano deviene reflejo inverso del otro.
La película cubana de corto metraje Gemini (Orlando Mora Cabrera, 2021) se coloca precisamente en un territorio medio, ambivalente, entre las historias de personalidades dobles y las de gemelos antitéticos. Tal naturaleza equívoca del relato termina inscribiéndola en el territorio más líquido del thriller psicológico al estilo de El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987), Ne te retourne pas (Marina de Van, 2009) o El hombre duplicado (Enemy, Denis Villeneuve, 2013).
Mora Cabrera establece un juego perceptivo que induce a la múltiple interpretación, el misterio polisémico, la extrañeza psicológica y hasta la posibilidad sobrenatural, a partir de la crisis de confianza que sufre su protagonista Ángel (Miguel Alejandro Stuart Gutiérrez), un joven contratenor que aspira a ganar la audición para un importante concierto de música clásica. A la vez, se decanta por una estética y una tendencia discursiva basados en contextos escénicos y temas líricos, que ha ido puliendo en obras posteriores y recientes como Brujo amor (2023) y Matar a un hombre (2023).
Gemini abunda en dualidades. Habita el eclipse y el crepúsculo. Ángel es contratenor, por lo que su voz es andrógina. Lo acompaña (¿acecha, convive?) un personaje idéntico (Miguel Antonio Stuart Gutiérrez), cuyo rol diegético apuesta siempre por la imprecisión. Es y no es simultáneamente. Puede ser un pensamiento materializado, un daimón solo visible para él, un hermano secreto o muerto, una proyección de sus ambiciones.
El mundo de Ángel está a medio camino entre la ensoñación febril y la realidad concreta. El teatro en que interpreta (doblando la voz de Lesby Bautista) es un espacio de representación, de sustitución de realidades, fingimientos y máscaras.
La película insiste en obviar las explicaciones nítidas, persiste en ir en dirección contraria a cualquier amago didáctico que racionalice los sucesos desde una lógica “científica”. No se busca diagnosticar el estado mental de Ángel, tampoco dictaminar sobre su estado moral, sacudido por rivales como Carmen (Andrea Doimeadiós, doblando la voz de Cristina Rodríguez), que pudieran bloquearle su arribo al bando de los triunfadores, que pudieran vetar que su voz se una a los coros angélicos.
Gemini propone entonces un acercamiento provocador y enigmático a las tinieblas íntimas, a veces tan negadas que terminan cobrando cuerpo y autonomía, terminan revelándose y rebelándose contra su represor, sumiéndolo en un maelstrom de obsesiones y frustraciones descontroladas.