Gibara no es un evento: es una actitud, un mundo de valores, que se trata de afincar, en medio de un mundo que se afana en despedir esos valores, contrariados por el egoísmo rampante y el poderío del señor dinero. Sé que vivimos un momento de recorte en todo, de recorte especial —como el período; dado que, en verdad, llevamos muchos años recortándolo todo—, pero salvar Gibara, su Festival, y su Muestra Temática, sería una demostración de altruismo que nos agradeceríamos por el resto de la vida.
Caminar Gibara en los días del Festival es un sortilegio, una ensoñación. Por Dios, yo no quiero perderme Gibara, y cuando digo esto, ni siquiera me refiero al colosal esfuerzo que ha desplegado el Festival por visibilizar una producción mundial (cada vez llegan más envíos de latitudes poco presumibles) que se caracteriza por la pobreza de medios materiales —producción, posproducción, tecnología—, pero se distingue por la riqueza del sentido, de la estética, de la mirada al mundo. Por la limpieza de la mirada. Fui testigo del rigor con que se curan las distintas muestras que integran la programación durante el Festival, cuando intervine en la relativa a videoarte y pude reparar en que el catálogo que a propósito se conseguía reunir clasificaba como un virtuoso y plural resumen del género hoy, a nivel mundial.
Ni siquiera me refiero a eso. A esa visibilidad del audiovisual indebidamente sumergido por el glamur de la majors y la textura de Avatar. No. No hablo de eso, que ya es suficientemente sustantivo. Hablo de la atmósfera de solidaridad y aprendizaje fraterno que logra el Festival. Caminar Gibara en días de Festival es uno de los milagros que todavía la vida puede regalarle a uno: los actores divos, que en La Habana ostentan su estrellato y su distancia, caminan allí por las calles, se mezclan con la gente, viven de otro modo, de otra manera que el espacio cultural les ofrece; allí he visto, perplejo, una multitud de espectadores ante una pantalla improvisada, que muestra documentales y reportajes. En un momento en que la gente ha dejado de ir al cine, en Gibara permanecen de pie durante horas para disfrutar un programa de documentales. Los exponentes del pop rock,que en La Habana deben desplegar enormes campañas de promoción para que los jóvenes asistan a sus conciertos, encuentran en Gibara un público natural, ávido, expectante y agradecido. Por nada del mundo quiero perderme la oportunidad de caminar entre la multitud que baila y canta con Kelvis Ochoa, mientras Alina Rodríguez insiste en que probemos los ostiones y las jaibas, o mientras los vendedores ambulantes me recuerdan que existió un cantante llamado Roberto Carlos. De veras, no es justo que uno se pierda esa oportunidad de comprobar que todavía el aliento de la palabra revolución existe, que se vuelve concreto y amable.
El rigor reflexivo conseguido por las Muestras Temáticas no tiene demasiada equivalencia en Cuba, en ningún otro foro destinado al audiovisual. Particularmente, los estudios de género han encontrado en las Muestras un fenómeno, una exigencia, una discusión calma, una diversidad de opinión, que representan huellas de cultura y de sapiencia, en tiempos en que mucha gente cree reinventarlo todo. De igual manera, la meditación alrededor de los sentidos menos prostituidos, o estrechos, de juicios como experimentación, independencia, alternatividad, caros al perfil mismo del Festival.
Pero decía que ni siquiera me refiero a esas grandes razones, ya hoy patrimoniales. Me refiero a sutilezas. Me refiero al olor. Por favor, uno quiere volver a pararse cerca del mar y sentir que en esas bellas casuchas quisiera pasar una buena estación de la vida, escribiendo un libro, rodando una película pobre, conversando con la gente. Uno quiere que lo sorprenda Mario Limonta, que viene enternecido, luego de un día de rodaje en un islote cercano; que Elia Solás siga evocando a su gran hermano, uno de los caciques históricos de la cultura cubana, con anécdotas llenas de humildad, de cubanía y de dolor por la ausencia-presencia; que llegue Léster Hamlet a ratificar, con esa vehemencia envidiable, que va a seguir haciendo cine a como dé lugar, empecinado; uno quiere sentarse en el parque, a conversar con Claudia Rojas, alelada y etérea como es ella siempre, y con Osvaldo Montes, el notable músico argentino, sobre el último cine latinoamericano. Uno tiene derecho a anhelar ese olor, a sentir el deseo de que Gibara le siga recordando que la porfía es posible, y que las buenas obras y los buenos ademanes nos siguen acompañando.