El camino de los perdidos

En la casa, la mirada de los santos te persigue a donde vayas: una colección de ídolos de yeso y cerámica lustrados en colores muy encendidos que parecen seres con alma. Entre los vivos, que suman ahora más de veinte, los visitantes, que son incontables, y las muchas dimensiones espirituales que atraviesan este espacio, Casa Gitana acaba siendo, durante la semana del Festival de Gibara, un santuario permanentemente habitado e intervenido.

Geo Darder la encontró en abril de 2018 recorriendo la ciudad. Desde la puerta de madera, la familia que allí vivía lo invitó a pasar. Geo venía a Gibara como un extraño más, intermediario de intercambios culturales de su fundación de arte, pero el magnetismo de la casa refugio lo capturó y le cambió la vida.

En estas noches pegajosas de Oriente, a cualquiera en la ciudad le puede tentar la idea de desandar el camino de los perdidos. Dice Geo que eso nos ha pasado a todos en algún momento: sentirnos perdidos, solos, abandonados por la brújula. Es algo tan común, que le paso incluso a él mismo alguna vez, hace casi veinticinco años, un poco antes de tomar la decisión irremediable de no volver a probar el alcohol.

Geo Darder (Foto: Heyndrik Díaz)

Pero ¿quién no quiere una esperanza?, dice. Sus pantalones negros con ribetes blancos se abombachan en las piernas igual que los trajes de los ilusionistas. A los treinta llegó con un filme al Festival Internacional de Cine de La Habana, conoció a Alfredo Guevara, y este le presentó a Pastor Vega. Tienes que conocerlo, le habían advertido, y cuando finalmente lo conoció, el cineasta legendario le confesó que en la vida tuvo tres grandes amores: su esposa Daisy Granados, su madre y Teresa. De Teresa, la Teresa López, la mamá de Geo, se enamoró tanto que incluso le dedicó una película. Hoy el padrino de Casa Gitana recuerda la escena y quizás medita acerca de qué tan enrevesados son los caminos que le han conducido de Miami a La Habana, de La Habana a Holguín, de Miami a Gibara y de Gibara hasta los pies de la Gitana, la que lo ayudó a encontrarse con sus raíces, con su familia de nacimiento y con los otros que vienen a descubrirse cada año, que la visitan hasta el cansancio, los gibareños, los jóvenes, esos que componen una especie de comunidad espiritual permanente y estrecha: una familia.

Consuelo Campos vive en Miami, pero es chilena. Un día descubrió que el cacao puro disuelto con un poco de agua, el que se extrae justo con la misma técnica del café y sin azúcar, le producía diez veces más pulsaciones en el corazón, le oxigenaba el cerebro y la volvía sensible, increíblemente débil y receptiva ante los estímulos del mundo. Desde entonces toma cacao varias veces al día y se escapa a La Habana siempre que puede. En estas mañanas de abril despierta cada día en la estrecha y alta habitación de literas de hierro y sábanas blancas que comparte con sus compañeros, piensa en lo afortunada que es por despertar, por respirar, por estar aquí. Da las gracias.

Geo Darder (Foto: Heyndrik Díaz)

En Casa Gitana, aunque no existe un esquema evidente, todos cumplen una función. La de Consuelo es conectar a los visitantes con sus ancestros, introducirlos en la ceremonia indígena del cacao, ayudar en lo que pueda. En la Casa viven libres de condicionantes y ataduras, bajo la percepción de reglas no inscritas, dictadas por el sentido común. Este lugar es la simulación espiritual de una microsociedad, o mejor dicho, la certeza real de una comunidad. No es una secta, asegura Consuelo. Para entenderla hay que estar dispuesto a escuchar su voz, el sonido de la Casa y la verdad de Gibara, con su cualidad poderosa de centro energético: «Colón llegó primero acá, esta ciudad tiene una energía de inicio», cuenta.

Pero la Gitana llegó aquí antes del Festival, mucho antes de la modernidad, antes incluso del fasto colonial, de la decadencia, del tiempo congelado. La Gitana es una leyenda que nació con el imaginario de la civilización. Cuentan que a las puertas de Gibara cayó retorcida, pidiendo agua a gatas, puerta a puerta. Los gibareños le negaron de beber y de comer, y ella en venganza lanzó una maldición contra el pueblo. «Cuando te lo dicen de niño no te lo crees, pero es verdad. Siempre que pasa algo importante, una fiesta, siempre llueve. Si este año en el Festival de Cine aún no ha llovido, es que va a llover mañana», cuentan los muchachos con los que Geo acordó hacer la ofrenda a Yemayá: un mural con letras enormes en el muro de El Boquerón.

Entrega del Lucía de Honor 2025 a Casa Gitana (Foto: Ramón Conde)

«Queríamos pintar la palabra sirena, pero con las letras como algo bien ilustrativo, al estilo vidriera, rasgado con diferentes tonos de colores. Es como un vitral en una ciudad de vitrales», planean los cuatro jóvenes con piercings en el puente de la nariz, pulóvers con logos de rock, las piernas tatuadas de siluetas negras y rastros de acné. Uno de ellos tiene apenas diecisiete años.

Conversan con Geo en el patio, sentados alrededor de una mesa construida con parles al vinil, con un cuenco de frutas falsas, un puñado de piedras de colores y una vasija de agua amarillenta donde nadan dos goldfish. Todos se acuerdan del primer año de la Casa, cuando llegaron sin saber aún qué era, atraídos por la música. Hablan de eso como si fuera ayer, del año de la Black Tears, Artemio el DJ y una gitana cantando. Cerca de ellos está Lu Vega, vestido de lienzo verde, hurgando en la masa del coco con una cuchara. Un poco más allá, Cristian, Consuelo, Nelson, René e Inma trocean papas, calabazas, plátanos machos y amontonan las cáscaras y las trazas de tierra en un nailon para no manchar la mesa de tablas blancas. Más tarde, Tania, la Gitana, cocerá las verduras en el líquido denso de un ajiaco para cien personas. Todos los que ayuden pueden comer. Todos los que se acerquen pueden comer. El ancho portón abierto del patio de Casa Gitana conecta con esa calle gibareña y con el mundo.

(Foto: Yans Pérez)

Mientras prepara la comida colectiva que se sirve cada noche en las enormes cacerolas de hierro ennegrecido al carbón, Tania deja al descubierto su estómago pintado de hollín. Este abril es Gitana, y cada año se sucede una mujer distinta en ese papel. Llegó a este peñasco al norte del Oriente por una amiga. De vuelta a La Habana es actriz, psicóloga, lee el tarot. Mientras algunos llegan atraídos por la energía del lugar, tropiezan con él, se dan de bruces con el portón en medio del « camino de los perdidos», se encantan. Otros, como Tania, lo descubren a través de una inmensa red mundial que acerca a todos los adeptos de prácticas espirituales y a quienes buscan acceder a eso tan difícilmente clasificable: «la iluminación».

Junto a los santos de ojos curiosos, las esculturas y objetos procedentes de todo el mundo en Casa Gitana, hoy cuelga también una estatuilla dorada: luego de ocho años, el Festival Internacional de Cine reconoce el proyecto con el Premio Lucía de Honor.

(Foto: Yans Pérez)

Si lo fuerzas a definir Casa Gitana, Geo Darder dirá que piensa en este espacio como una ofrenda a la humanidad o el deseo de creer en que las cosas son posibles. En todo caso —reflexiona—, hay sensaciones que se escurren de los razonamientos terrenales. Límites que no pueden explicarse con palabras cotidianas, energía. Aunque nadie sabe a ciencia cierta qué es energía, muchos se arriesgan a definir: es el ambiente, es cuando llegas y te sientes bien, y sientes que lo bueno es tan fuerte que puede repeler las malas intenciones.

Mientras, el calor ya no azota en los bancos al aire libre. La Casa nunca fue cemento, porque es una criatura mortal. Vive, porque alguna vez fue ruinas. El ritual comienza y Geo señala a los asistentes la vida que se va inoculando inquieta en el patio: «Casi todos los que llegan esta tarde a Casa Gitana son de aquí. Pertenecen a este lugar, porque ya lo asumieron como suyo».

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